El silencio de Dios es un silencio que nos habla desde adentro.
A vivos que no están vivos y a muertos que no están muertos.
Sólo hay que dejarse acompañar, sólo hay que dejarse querer.
A la cúspide de este camino tan sólo se alcanza interiormente.
Cada cual consigo mismo ha de sentir-se alma para los demás.
Y todos, al unísono del sendero, ascen-der corazón a corazón.
No hay mayor intelecto que dejarse alumbrar por el Creador.
Hay que dejarse crecer, recreándose en nuestra privativa vida.
Una vida que se nos ha donado para escucharnos y escuchar.
Para escuchar el grito de Jesús y ennoblecernos con su espíritu.
Que los suspiros son llamadas en el itinerario viviente de la cruz.
En la cruz está nuestra poética y, en cada verso, siempre Dios.
Somos su viva poesía en este laberinto de sendas sin retorno.
Despojémonos de cuerpo, y volvamos al amor de amar amor.
Del amor jamás hemos de salir, pues sólo el amor nos sacia.
Del amar tampoco, pues la edénica vida consiste en amarse.
Y es que el amor cuando es, lo tras-ciende todo en la verdad.
Con la verdad, nada se corrompe, todo se vuelve armónico.
Tras nuestro ocaso, que más pronto que tarde, siempre llega.
Anclémonos en la esperanza de quien nos ama como nadie.
Que aunque el mundo no nos conozca, el Señor nos reconoce.
La victoria es nuestro Dios, la cruz que sufrió por amor pleno.
Por ello, el triunfo de la belleza nos embellecerá por siempre.
Ahora vistámonos de sosiegos y revistámonos de sueños.
Soñar es la estética con la palabra, aquella que viene de lo alto.
Que no es otra que la voz de Jesús, caminando junto a nosotros.
Abriendo la celeste ternura del poema más imperecedero.
Y, clausurando para siempre, con su bondad lo perecedero.
Víctor Corcoba Herrero