González Carbalho
Tiendo a la lluvia fría la mendicante mano
y amanece mi espíritu sintiendo su frescura.
Se hacen nido mis manos en la alegría pura
de aprisionar en ellas un corazón hermano.
Y el inseguro cuenco pleno de agua llovida
subo a mi boca y bebo la pureza del cielo.
–¡Agua de Dios!–exclamo, renacido al consuelo
de haber con agua virgen bautizado mi vida.
Y el alma profetiza que esta es lluvia sagrada,
amor para el que tiende su mano de mendigo;
palabra hecha de llanto que Dios dice a su amigo
el hombre que ha sufrido y ya no espera nada.
Dios bendice mis manos con lluvia de cariño,
y aunque me amargan duras tristezas de la vida,
anidando el espíritu de la lluvia caída
siento las manos nuevas como el alma de un niño.
Mañana, si un amigo me estrechara la mano,
se ha de sentir contento sin saber el motivo,
y así con mi recuerdo marchará pensativo
y tendré, por las calles del mundo, un nuevo hermano.
Y hoy, huérfano de fuerzas, cuando vaya a mi lecho,
me habré de persignar sin haberlo pensado,
y soñaré esta noche lo que nunca he soñado
porque estarán cruzadas mis manos sobre el pecho.
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