Iba un muerto tristemente
a su postrera morada,
y alegre un cura ese muerto
a enterrar se apresuraba.
Conducían al difunto
en carroza funeraria,
empaquetado y vestido
de una ropa que se llama
ataúd, ropa de invierno
y de verano, que gastan
los difuntos, y que nunca
por otro vestido cambian.
Iba el párroco a su lado;
cual de ordinario, rezaba
salmos y jaculatorias
oraciones funerarias,
versículos y responsos,
preces y aleluyas santas:
–Dejadme hacer, señor muerto,
os daré de todas tallas,
pues que sólo del salario
en esta caso se trata.–
El buen cura con los ojos
a su muerto devoraba,
como si alguno robarle
aquel tesoro intentara;
y decirle parecía
con sus ávidas miradas:
–De vos tendré, señor muerto,
tanto en cera, tanto en plata,
y tanto que importar deben
otras menudencias varias.–
Una pipa de buen vino
comprar con eso pensaba;
cierta sobrina graciosa
y su camarera Paca,
era justo que tuviesen
de aquel fondo unas enaguas.
Era tan gratos pensamientos
vuelca el carro, el muerto salta,
y con el choque al buen cura
la cabeza desbarata;
el parroquiano de plomo
así a su párroco arrastra,
y se van cura y difunto,
los dos en buena compañía.
Es en verdad nuestra vida
como el cura que contaba
con su muerto, y como Petra
con su leche derramada.
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