En agosto fue el sol.
Nada más que la voz
reclamando un lugar para su lumbre.
Amaneciendo un puño, un agujero
de charango en desgracia.
Primero fue la espina
levantada en el ojo de los cerros.
Nada más que los nervios
cercenando la noche, casi eterna.
Después,
tanto herir con la muerte acorralada,
tan el odio y el hambre
que sembraban los pocos asesinos,
que el cadáver del hombre
veló su infancia en los fusiles.
Era preciso el fuego por las calles.
Y en agosto fue el grito de la sangre.
Qué poco duraría su tránsito de estrella,
su recorrido limpio
por el costado herido de la patria,
por su valle sonoro y su guitarra
en llanto todavía. . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Y cayeron las bombas.
Un cementerio para el árbol,
para el retoño azul,
para el pobre reclamando su pan.
La única moneda
que se pagaba entonces el patriota,
cayó la muerte en ángel desplegado
y rodeó los silencios
trocando en rosa abierta
la infantil estructura de los niños.
Alguna mano antigua exprimía la noche
con su hueso podrido.
Y más allá del humo, una canción
designando las sombras:
Sólo la tierra ha muerto, sólo el viento
llorándose a sí propio en las esquinas.
Gime el aire sus túnicas,
su lenta mariposa asesinada.
Sólo la tierra sabe que han abierto
un nuevo surco amargo en sus entrañas.
Los asesinos tienen
ahora su festín
cruzando el óxido
sollozo de mi pueblo.
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