El adoraba el sol –ella, la Ñusta,
la vestal de sus templos aquel día,
vio que lánguida y triste en sus altares,
la ofrenda de su dios se consumía.
Y aquel monarca, aquel monarca indiano
que su cetro inmortal regó con llanto,
vio que al pasar las sombras de la tarde
se llevaban jirones de su manto.
Los severos arúspices, sumidos
en la regia tristeza de su duelo,
vieron que algo pasaba extraño y lúgubre,
algo extraño en la tierra y en el cielo.
Velando se halla el sol. . . ya las gaviotas
no rizan con sus alas los cristales
del lago azul, ni cantan en la selva,
en la vecina selva los turpiales.
El pueblo está de hinojos: desde lo alto
del Pucara Imperial hasta la playa
se oyen gritos de muerte y de agonía,
que estremecen la Incaica atalaya.
Llora, viejo monarca de las nieves,
llora, viejo monarca de los lagos,
donde un día se alzaban tus palacios,
morada de cantores y de magos.
Augusto Wiracocha, que en las selvas
entonas tus dolientes elegías –
y predices la muerte de tu raza
y predices sus lentas agonías:
Llora en la Isla del Sol donde en la noche
al lúgubre gemido de los vientos,
vaga tu regia sombra – y aún se escucha
el eco sepulcral de tus lamentos.
Muda está la zampoña, no se escucha
aquella sinfonía del que llora,
con que el hijo del Inti sollozando
saludaba a los vientos y a la aurora.
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