En el amplio escaparate
De una acreditada tienda,
Entre bordados y enaguas
Se ostentan un par de piernas
Que deben ser de cartón,
Pero que son tan bien hechas,
Que todos los compradores
Al mirarlas se la pegan.
En ellas el comerciante
Expone todas las medias
Que guardan sus almacenes
Y que desea expenderlas.
Lucen esas pantorrillas
A veces medias de seda;
Otras, de algodón y lana,
Y en las mañanas de fiesta
Se las ve de mil colores
A través de las vidrieras;
Una veces encarnadas,
Otras carne de doncella,
Otras listadas de azul
Otras blancas y otras negras
¿Las vista, caro lector?
Si parecen verdaderas,
Por lo gordas, por lo finas,
Por torneadas a la griega. . .
Una vez un fraile dijo
Deteniéndose en la reja:
¡Santa Bárbara bendita!
Lo que se ve en esta tierra
No se ve en ninguna parte;
Que Dios maldiga esta tienda. . .
También escandalizada
Otra vez rugió una vieja,
Y tapándose los ojos
Fue a confesarse a la Iglesia.
Un joven enamorado
Al mirar aquellas muestras,
Dijo, para sus adentros:
Se parecen a las de ella. . .
Yo que me precio de artista
Y que adoro a la belleza
Y las formas mujeriles,
Se entiende, si son correctas,
Dejo transcurrir las horas
Parado ante la vidriera,
Evocando mil recuerdos
De juveniles escenas
Y murmurando mil nombres
Que mi alma guarda con pena. . .
Y encuentro artístico y bello
El gusto de aquella tienda,
Cuando coloca con gracia
Sobre las torneadas piernas,
Las sayas de percalina,
De gros, de razo y de seda.
¡Oh! Entonces sueña la mente
con la ópera y la zarzuela,
con el baile del minué,
con el cancán, con la cueca,
con el burdo cake walk,
con la jota aragonesa,
con París y con Madrid
y con Roma y con. . . etc. . .
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