perfumada de rocío,
bajo el limpio cielo mío,
mi calle, -tajo o herida-,
su linda fiesta vivida;
se abrían puertas temprano
y se tendían las manos
en un cordial “¡buenos días!”
Desde luego no faltaba
en la calle un altar
con su guardia militar
que ni un pelo meneaba.
La gente se daba cita,
se sabía quién con quién,
delante de una sartén
de las empanadas fritas.
Solo costaba unas fichas
la empanada con quesillo,
y hasta el duro del bolsillo
compraba una y chicha.
Colgaban de los horcones
banderitas de colores,
y en los viejos corredores
no faltaban tropezones.
Cuando la banda tronaba
corría la muchachuela
a ablandar las choquizuelas
y alegre cola paraba.
En tanto los mocetones
vestidos de punta en blanco,
se bajaban a buen tranco
de entoldados carretones.
Los padres, hijas e hijos
a la fiesta hacían su arribo,
algunos oliendo a chivo
o cargando atadijos.
Venían unos de lejos,
solitos o en parejas,
había viejos y viejas
en busca de algún pellejo.
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