En los días de azul de mi dorada infancia
yo solían pensar en Francia y en Bolivia;
en Francia hallaba néctar que la nostalgia alivia,
y en Bolivia encontraba una arcaica fragancia.
La fragancia sutil que da la copa rancia,
o el alma de la quena que solloza en la tibia,
la suave voz indígena que la fiereza entibia,
o el dios del Manchaipuito, en su sombría estancia.
El tirso griego rige la primitiva danza,
y sobre la sublime pradera de esperanza,
nuestro pegaso joven mordiendo el freno brinca,
y bajo de la tumba del misterioso cielo,
si sol y luna han sido los divos del abuelo,
con sol y luna triunfan los vástagos del Inca.
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