comíamos las ricas frutas
con desvergüenza absoluta
huyendo de las abejas.
De pronto dos de nosotros,
-no son precisos los nombres-
gritamos ¡viene un hombre
grande y fuerte como un potro!
Venía el llegado, al trote
y para colmo del asombro
revoleaba sobre hombros
un reluciente garrote.
Por el miedo, sacudidos
emprendimos veloz fuga
nunca a paso de tortuga
y más bien cual si escupidos.
Era el dueño de las plantas
quien con al ristre el garrote
hablaba de apretar cogotes,
su intención no era santa.
¡Atajen a los pillos!, exclamaba
y con tal fuerza lo hacía
que por correr se caía
pero al tiro se paraba.
Por lo menos una legua
se extendió la maratón
de chiquillos, un montón
que querían una yegua.
Apareció una laguna
en la fuga, a la distancia,
se sintió fresca fragancia
y fue de veraz, fortuna.
Allí caímos los pillos,
puede decirse felices
con lodo hasta en las narices
pero ilesos los diablillos.
De esa vez, la chirimoya,
ni después de largo ayuno
no nos tentó a ninguno
y dejó de ser una joya.
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