Tu voz de invierno deslizó la sombra
de una ansiosa ternura en las palabras.
Era yo un niño huérfano y un claro
mirar de asombro tuve a tu llegada.
Posé mi mano sobre tus cabellos
y su tibieza me llegó hasta el alma,
pues en la nieve de sus muertos años
era como una venturosa lana.
De mi orfandad compadecida, fuiste
quien cobijó mi ensueño en la velada,
la que al salir me cepilló las ropas
y al acostarme me arregló las sábanas.
Se te volvía lágrima el cariño
cuando en los versos míos te encontrabas
y fue compensación a mi tristeza
ver un invierno alegre en tu mirada.
Cuando un amigo, en amplitud de vida,
me mostró con su mano la mañana
y me invitó a cantar por los caminos,
le respondí: no puedo, ella me aguarda. . .
Y silabeaba la emoción, diciendo
con una dicha triste esta plegaria:
–Mientras tenga esta madre, nunca, nunca,
tendré el valor de abandonar mi casa.
¡Oh!, callada vejez, que en tu silencio,
mientras escribo en noche de invernada,
hacer girar el huso de mi vida
aprovechando el fuego de mi lámpara. . .
Tú, en un próximo día, cuando mueras,
no dejarás tu ausencia viva en lágrimas.
¡Entonces sí que iré por los caminos
cantando bajo el sol de la mañana!
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